Una prehistoria de Marta Minujín, la que vive en París a los 18 años. Allí se construye como artista y como personaje y entiende que su carisma empieza a conquistar el mundo del arte. La nostalgia, el frío y un amor que nació en Mar del Plata.
por Paola Galano
@paolagalano
¿Cuándo empezó a ser ella su propia obra? ¿En qué momento Marta Minujín, todo un símbolo del arte argentino, se convirtió en más importante que cualquiera de sus instalaciones? A esas dos preguntas parece responder “Tres inviernos en París” (Reservoir Books), los diarios íntimos que escribió entre 1961 y 1964, cuando vivió en la capital de Francia tras ganar una beca.
“Me sentaré los días enteros en largas charlas a filosofar con Van Gogh, Gauguin, Cimbaue, Giotto… Me reiré con Leonardo Da Vinci y le preguntaré si no me quiere de modelo mientras interrogo a Rodín sobre sus esculturas.
Gastaré los pisos del Louvre y llegaré a creer en Dios ante los dioses olímpicos de Miguel Angel. Podré confesarme a los cristos medievales y le pediré ayuda a Bosch sobre mi prolijidad. Tomaré café con Cocteau y me sentaré en el Sena a ver a los enamorados. Todo. Hasta me limpiaré las uñas en la Torre Eiffel”, proyecta la artista, consciente de que la escritura es su cable a tierra.
Resultan años claves en su fabricación como artista pop: una jovencísima Marta sabe, intuye, presupone que va a conquistar al mundo del arte y que su nombre será famoso. Sin embargo, el libro relata el mientras tanto, es decir, el complejo camino para abrirse paso en una ciudad como París, llena de artistas latinoamericanos con ganas de triunfar. Y llena de marchands, galerías, críticos y artistas instalados con chances de ayudarla. Una red que se teje y que rodea el camino en solitario de todo artista. La clave: sobresalir, aceitar el carisma.
Por eso, producir obra en París y recorrer cada museo y cada flamante exposición para conocer las nuevas tendencias es casi menos importante que las relaciones públicas. Ella, con apenas 18 años, lo sabe a la perfección.
Y escribe sobre una de las reglas que cumplirá a rajatabla: “Hacerme ver mucho, hasta que algún crítico (sobre todo por un factor de suerte) conozca mis cosas, me descubra y me lance con un contrato de galería. Es decir que al mismo tiempo hay que exponer y hacer publicidad de una misma, mostrar la obra y la persona”.
Los amigos y las amigas, la vida colectiva y los vernissages son su remanso. Las charlas con la escultora Alicia Penalba, los encuentros con Luis Felipe Noé, Rodolfo Krasno, Antonio Berni o Rómulo Macció, los paseos junto a la poeta Alejandra Pizarnik, quien vivió en París en el mismo lapso que Minujín, y otros conocidos (Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, por ejemplo) con los que cruzó pareceres u opiniones le aportan una suerte de vida de familia nueva, diferente a la que dejó en la gris Buenos Aires, ciudad a la que no quiere volver. “Luego de todo esto no podría soportar la monotonía y las casas de Buenos Aires”, dice.
Desde que pisa la gran capital del arte, queda encantada. “París tiene todo lo posible que hay en el mundo y es muy difícil conquistarla, pero encontrarle la llave significa abrir el planeta entero. Las miradas de todos están puestas en lo que hace y dice esta ciudad”. Y sigue, en otro momento del libro: “París va a quedar como un candelabro en mi memoria y si hay algo que no me gusta es tener nostalgia”.
Sin embargo, no son pocas las páginas en las que habla del desarraigo, de la tristeza por estar sola y de la angustia que le genera saber si podrá domar, finalmente, a esa París reinante. El frío y la búsqueda de un lugar adecuado para poder vivir y crear ocupa gran parte de sus preocupaciones.
Dice, tras un largo peregrinar por hoteles, ateliers y departamentos: “Ya estoy instalada en el atelier, donde a veces paso frío, como cuando se acaba el kerosén, y a veces no. Trabajo mucho y de noche tengo una paz muy grande. A veces siento una soledad muy angustiante, unos raptos de melancolía horrorosos que trato de superar lo mejor posible. Cuando el frío es muy terrible tengo que interrumpir. Esta mañana, por ejemplo, me levanté y me envolví en unas mantas. Son las tres de la tarde y sigo así envuelta, leyendo. Estoy mucho mejor. Ahora que trabajo me empieza a agarrar el entusiasmo”.
La lluvia y la nieve de esa ciudad, la falta de botas para evadir el agua y las condiciones en las que vive, en un departamento muy pequeño, sobre todo durante el primer invierno, la llevan a redoblar la apuesta emocional. Se quiebra, pero no se rompe. Reniega de la vida burguesa. “No me gusta pensar que tengo ganas de estar en casa al lado de la estufa, comiendo ensalada con mis cosas, mis amigos, mis cuadros y todo lo que más quiero, porque me dan ganas de llorar y esto es solamente beneficio para mí, incluso arreglármelas sola y sufrir bastante”, decreta, segura. “Esta vocación es un destino trazado que no puedo evitar”.
El otro gran dilema del libro es su amor, Bebe. Con el joven se casó antes de viajar a París, pero queda en Buenos Aires, a la espera de ella. Minujín relata cómo fue que se conocieron: “Un verano me fui de viaje con mi familia a Mar del Plata. Mi padre era médico de a bordo en un barco y me enamoré del hijo del capitán. Con Bebe ya nos conocíamos de vista, de años anteriores. El dice que me conoce desde que yo tenía cinco años. Pero cuando nos encontramos en Mar del Plata, ya con dieciséis años y él con veintiuno, pasó algo especial. Empezamos a salir y no nos separamos nunca más”.
Aunque Bebe la visita varias veces, ella sabe que Francia es su destino como artista, pero al mismo tiempo se reconoce en una contradicción, porque su amor está en Buenos Aires. “Si me quedo lo pierdo a Bebe. El no puede vivir en París, no le sirve para su carrera. Aquí en economía están más atrasados que en Chascomús. Yo sería la que tendría que volver, y lo peor es que pronto, pues Bebe dice que no puede esperar cuatro meses porque la soledad le es horrible. La idea de volver me espanta, y me espanta perder a Bebe y mi posibilidad de ser feliz. ¿Por qué? ¿Por qué siempre tengo que elegir?”.
Con un estilo siempre descontracturado, Minujín repasa sus logros, entre ellos la construcción de la famosa instalación realizada con colchones y llamada “La chambre d’amour”. Y llega al final del libro que es también el final de su instancia en Francia con una suerte de bautismo orgiástico en el que cuenta cómo apareció la idea de su primer happening, mezcla de fiesta, de obra colectiva, de destrucción y de reconstrucción, todo al mismo tiempo.
Para entonces, lo confirmó: “Lo peor es que este personaje que soy se hace día a día más fuerte. La gente que no creía en mí, ahora lo hace. Los que pensaban que era una snob han dejado de pensarlo y siento que comienza a llegar mi momento”. “Me doy cuenta de que gusto enseguida”, asegura, enfocada ya en construirse como personaje central del arte argentino de las últimas décadas.